Los centinelas vigilan, los revolucionarios conspiran, las calles están vacías. La ciudad se ha dormido al ritmo monocorde de la lluvia; las aguas de la bahía, viscosas de petróleo, lamen, lentas, los muelles. Un marinero tropieza, discute con un farol, erra el golpe. Al pie del cerro, arde como siempre la llama de la refinería. El marinero cae de bruces sobre un charco. Ésta es la hora de los náufragos de la ciudad y de los amantes que se tienen ganas. La lluvia arrecia. Llueve desde lejos; la lluvia se abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su cigarrillo. El hombre escucha voces que caen desde lejos y dicen que jun...